Patricio
Valdés Marín
En rechazo al mito y la superstición la
filosofía surgió hace 2.500 años para conocer la realidad en forma objetiva.
Desde el Renacimiento la ciencia ha venido criticando la filosofía por su
dualismo y la ha suplantado como método de conocer. Ahora se ha visto que
aquella no logra dar cuenta de las preguntas cruciales levantadas por ésta,
sumiendo a la cultura contemporánea en el relativismo. Ambas ramas del saber
objetivo tienen no sólo su legítimo lugar en el conocimiento objetivo de la
realidad, sino que se necesitan mutuamente. La filosofía debe ser validada por
la ciencia para ser relevante y la ciencia solo puede encontrar su unidad y
sentido en la filosofía.
La era de la filosofía
Exceptuando
épocas de decadencia cultural, el discurso filosófico tiene ya dos mil
quinientos años de historia. Su propósito ha sido siempre la comprensión de la
realidad a través de la búsqueda del conocimiento objetivo y el rechazo tajante
de su explicación a través de mitos, leyendas y magia. Este discurso ha llegado
a formular las preguntas más profundas acerca de la existencia y la realidad,
del conocimiento y la moral, del significado y la lógica como jamás antes lo
fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas,
ocasionalmente más elaboradas y sofisticadas, algunas veces con novedosos
enfoques, otras, con pocas luces.
Los
aspectos más sencillos y simples de las cosas no suelen llamarnos la atención.
Por el contrario, lo corriente es que pasen desapercibidos frente a sucesos más
extraordinarios; y sin embargo, en ellos podemos justamente encontrar la
racionalidad que nuestra mente demanda de la mutabilidad y la multiplicidad que
vemos en las cosas. Ya los primeros filósofos de la Antigüedad habían procurado
descubrir el sentido y la significación más profunda de las cosas en estos
aspectos. Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.), considerado el primer filósofo
de la historia, supuso que la clave, aquello que podría conferirles unidad y
verdad, es el agua, la que él consideró ser su elemento constitutivo. Había
observado que el agua se evapora, haciéndose gas, y también se solidifica al
congelarse. Prontamente esta idea fue desechada y sucesores suyos creyeron
encontrar tal clave en los cuatro elementos reputados de transmutables: el
aire, el agua, la tierra y el fuego. Estas materias supuestamente elementales
podrían explicar la diversidad y el cambio en la unidad. Más tarde, otros
confiaron tenerla en las hipotéticas partículas indivisibles o “átomos”,
unidades últimas y más pequeñas que, agregadas y combinadas, constituyen la
pluralidad y la mutabilidad de las cosas del universo. Otros más supusieron que
la explicación de todo reside en la calidad mítica de los números.
Más
tarde, en el quehacer filosófico de conocer el fundamento último de las cosas
Parménides de Elea (¿504-450? a. de C.)
descubrió la idea del “ser”, noción que resultó ser verdaderamente embriagadora
para todos los filósofos que le siguieron. El ser se identificó con el atributo
de todas las cosas, ahora consideradas como entes, es decir, cosas referidas al
ser. De ahí, el ser adquirió una doble dimensión. En tanto existe, el ser es
múltiple y mutable, pero en cuanto es, el ser es uno e permanente. Así, el ser
comprende la necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la
inmutabilidad y la mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y
último de todo: las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no
ser. Por el ser, la pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la
unidad. Esto tiene dos implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas
las cosas y, segundo, por el hecho de que las cosas puedan relacionarse en el
ser, ellas se nos hacen inteligibles. Para tener una idea de la importancia del
concepto del ser, podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue
análogo al del cero para las matemáticas. El descubrimiento griego de que todas
las cosas son, lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y
mutabilidad del universo es revestida con la perfección de la unidad e
inmutabilidad del ser, fue un logro formidable. Desde su mismo descubrimiento
el ser pasó a constituir el fundamento del discurso filosófico.
Sin
embargo, un primer problema insalvable apareció en este discurso, y es que
buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple y de lo invariable y lo
mutable, las soluciones filosóficas propuestas han sido dualistas, entre una
razón espiritual y una realidad material, negando la unidad natural del
universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo, debido
justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el
universo. En el transcurso del tiempo ella se ahondó hasta convertirse en la
tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y
materia, llegando a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas.
Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad
están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la
multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De
ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza
inmaterial y, por tanto, espiritual.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.
Un
segundo problema insalvable ha sido que la noción del ser presenta una radical
limitación a nuestro conocimiento de las relaciones causales. Aunque el ser
puede ser predicado de todas las cosas del universo y todas ellas se relacionan
por ello en el ser, su afirmación, negación o inclusión no ha logrado generar
conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por explicar todo, en realidad no
explica mucho. La metafísica del ser parte desde la certeza absoluta del ser,
pero no tiene certeza alguna de que el camino no conduzca hacia la irrealidad
absoluta. Desde este punto de partida no se ha logrado jamás trazar un camino
sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la capacidad de la razón, que es
una facultad eminentemente subjetiva de cada individuo humano.
Ya
Roger Bacon (¿1214?-1294) quiso liberar el conocimiento objetivo del vasallaje
que imponía una filosofía puramente racionalista. En su Opus maius (1266) escribía: “Hay dos caminos para conocer: la razón
y la experiencia. La razón nos permite sacar conclusiones, pero no nos
proporciona sensación de certidumbre ni nos quita las dudas de que la mente
está en posesión de la verdad, a no ser que la verdad sea descubierta por el
camino de la experiencia”. No podemos negar la extraordinaria importancia que
ha llegado a tener el método empírico en el conocimiento de la realidad y la
obtención de la verdad. La ciencia moderna ha encontrado que la dualidad de la
filosofía tradicional es un concepto artificioso y erróneo, pues contradice la
realidad que ha ido develando, siendo la unidad del universo lo central de lo
que ella ha ido descubriendo y siendo además lo múltiple y mutable su forma de
ser que ella aúna en leyes naturales.
La irrupción de la ciencia
Sin
duda alguna, el acontecimiento más importante de nuestra época, y que la
caracteriza, ha sido, y es, el extraordinario desarrollo experimentado por la
ciencia en el conocimiento de la realidad. Esta revolución del conocimiento ha
ido sustrayendo importancia en forma creciente a la filosofía, que hasta
entonces había ocupado el sitial de la sabiduría, monopolizando la verdad y
arbitrando su certeza, por mucho que en el Medioevo la teología hubiera
pretendido usurpar tal posición. La naciente y revolucionaria percepción del
universo que impulsó la nueva mentalidad surgida con el espíritu del
Renacimiento estaba destinada a crecer y fructificar hasta llegar a alcanzar la
conflictiva coexistencia entre la ciencia y la filosofía que se puede observar.
Mientras la ciencia asciende triunfante, la filosofía decae persistente e
irremediablemente. Además, la primera ha llegado a considerarse a sí misma como
el único modo relevante del saber y a suponer que el discurso filosófico no
tiene sentido. La segunda, batida en retirada, ha buscado refugio en algunas
ramas secundarias de su otrora frondoso árbol de la sabiduría, tales como la
lógica y la filología.
El
discurso científico es de factura relativamente reciente. Pero tal como lo fue
el discurso filosófico en su inicio, aquél también tuvo un origen más bien
modesto y cauteloso. Como competidor en la explicación de la realidad, debió
enfrentar el discurso filosófico que dominaba sin contrapeso en la vida
intelectual, de la misma manera como éste debió enfrentar el discurso
mitológico que anteriormente dominaba la cultura. El juicio que el poder y la
tradición le hicieron a Galileo había tenido su paralelo en el de Sócrates. Tal
vez, lo establecido nunca ha sido tolerante con lo nuevo.
Mientras
la filosofía ha estado cediendo terreno, estancada dentro de su amurallada y
abstracta fortaleza conceptual, la ciencia, mediante una nueva pero simple
metodología, ha ido edificando paso a paso de laborioso trabajo experimental,
analítico y especulativo, de cooperación sin precedentes, un espléndido y
luminoso palacio de conocimiento. Además, la segunda se ha ido cimentando sobre
numerosas y brillantes intuiciones y descubrimientos aportados a un ritmo
creciente desde la revolución de Nicolás Copérnico (1473-1543) y las
experimentaciones de Galileo Galilei (1564-1642). Ha ido acumulando un gigantesco
volumen de conocimientos, fruto de innumerables observaciones,
investigaciones, hipótesis, experimentaciones, modelos y teorías. Ha
caracterizado y modelado nuestra era. En fin, ha ido develando, en su
evolución, una realidad tan compleja y maravillosa que no solamente ha opacado
la tradicional sabiduría filosófica, sino que ha desnudado sus fundamentos
teóricos y los ha encontrado irreales.
La
búsqueda del orden racional en una realidad que se presenta caótica por su
multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud humana permanente. Así como
las moléculas de un cristal líquido se alinean ordenadamente al ser
polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad. La representación del
objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse en algo atemporal, sin
pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a las cosas de la
realidad. Ni siquiera Aristóteles, quien estaba profundamente preocupado por
explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con su causa, sino
sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una teleología, como
causa del acontecer. Por el contrario, para la edad científica, el ‘ser’
inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La ciencia reconoce las
cosas justamente por sus relaciones causales, preocupándose tanto por el origen
de ellas como por lo que transforman. Más que andar tras los trascendentales
del ser (unidad, verdad, bondad), en su mira están la energía, el cambio, la
causa, el efecto, el tiempo y el espacio.
La
ciencia ha centrado su interés en la relación entre la causa y su efecto
precisamente de lo mutable, llegando a descubrir experimentalmente en las cosas
el orden racional con el carácter universal de leyes naturales. No debe
extrañar, en consecuencia, que ella haya encontrado irrelevante el ser
metafísico y carente de sustento real las categorías puramente de carácter
racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales han
construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados al
prejuicio de una realidad sensible caótica y un universo dualista. En
consecuencia, desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se
empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba
quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad
a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente
compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.
En
el terreno práctico del hacer, tan propio del homo faber, la ciencia ha brindado el apoyo teórico para la
explosión tecnológica desencadenada por la Revolución Industrial, la que ha
catapultado nuestra civilización a todos los confines de la Tierra, incluso
hasta fuera de ella, y a estadios nunca antes imaginados, al menos por la
enorme cantidad de fuerza movilizada, poder adquirido, control ejercido y
sistemas creados. La ciencia, junto con el mismo proceso de conocimiento
teórico de la realidad, genera el conocimiento tecnológico. La ciencia
teórica, que demuestra la causalidad existente entre las cosas por el método
empírico y formula una idea de ello, es la misma de la tecnología que, por
medio de la invención, demuestra cómo las innovaciones cambian nuestra
existencia. Antes de que una idea pueda ser aplicada en forma práctica, debe
ser formulada en forma teórica. Las ideas sobre masa, carga eléctrica, energía,
fuerza, movimiento, cambio, proceso están en la base del conocimiento tanto de
los investigadores como de los inventores. El conocimiento del calor, la
fuerza, la energía, la presión, la resistencia, el caudal, el peso, la
velocidad, la aceleración, etc. y sus relaciones, expresado además en lenguaje
matemático, ha permitido transformar y controlar el medio.
El
ser humano es el único ser que actúa según los planes de futuro que
continuamente formula; el solo hecho de adquirir la capacidad a través de la
ciencia para predecir los acontecimientos ha producido en la civilización una
completa revolución en el dominio sobre la naturaleza. La ciencia, en su afán
por explicar los acontecimientos que tienen lugar en el universo y por
descifrar la causalidad existente en las relaciones entre las cosas, no deja
ningún fenómeno a su alcance sin explorar, observar, investigar, probar, examinar,
estudiar, experimentar y analizar. Solo hasta recientemente en la historia de
la humanidad, se ha conseguido de manera completa la estrecha relación mutua
entre las hipótesis y las teorías, y la experimentación y la observación.
Observando y experimentando las fuerzas existentes dentro y entre objetos tales
como partículas nucleares, ADN, sociedades humanas o cúmulos galácticos, y
penetrando en sus intrincadas y complejas estructuras y organizaciones, la
ciencia no solamente ha hecho surgir el conocimiento de mecanismos y procesos
causales que hasta entonces eran desconocidos o no tenían explicación objetiva,
resaltando la importancia de estas mismas estructuras y fuerzas, sino que
también ha podido predecir los acontecimientos que primeramente intentó
explicar.
El ímpetu de la ciencia
Desde
siempre el ser humano ha comprendido que las cosas tienen un comienzo, sufren
transformación, se manifiestan, subsisten por un mayor o menor tiempo y se
acaban. A partir de los antiguos griegos, sabemos que el cambio en una cosa
ocurre por la interacción de sus partes o por la acción con otras cosas, y no
por el efecto del poder de dioses o del destino. La naturaleza causal del
universo y sus cosas ya resultaba evidente en tiempos de Isaac Newton. En los
siglos posteriores se percibió con mayor claridad que la realidad consiste
fundamentalmente en el cambio producido por las fuerzas existentes en la naturaleza.
A comienzos del siglo XX, las dos teorías más revolucionarias de ese siglo, la
de la relatividad y la mecánica cuántica, que se basaron en el comportamiento
del fotón, la partícula de que se compone la luz, asentaron definitivamente
aquella idea. En la actualidad, podemos concluir que todas las cosas, como
también sus componentes y los sistemas de los cuales forman parte, están organizadas
estructuralmente y relacionadas causalmente mediante la fuerza. Cambian y se
transforman siguiendo, de acuerdo a sus funciones específicas, pautas precisas
y establecidas, en una secuencia temporal y abarcando un espacio determinado,
de modo que el determinismo de la causalidad puede ser conocido, derivando de
aquél leyes naturales.
Mediante
su propio método la ciencia logra relacionar un efecto con su verdadera causa,
destruyendo contundentemente en este proceso la superstición y la magia. El
método científico, forjador de la mentalidad contemporánea tan ajena a la
mitología, se basa en la secuencia observación-hipótesis-experimentación-verificación-inducción.
Somete los resultados al rigor del número y la medida y a construir modelos y
teorías, hasta llegar a conocer las leyes que gobiernan los acontecimientos.
Aunque se trata del conocimiento de la relación de la causa con su efecto, el
experimento científico difiere de la experiencia cotidiana en que el primero
es guiado por una hipótesis o una teoría matemática, que plantea una pregunta y
es capaz de interpretar la respuesta. Posibilita comprender los fenómenos de la
realidad que de otro modo permanecen inasibles. Enfrentada a la realidad
objetiva, la ciencia observa y analiza las estructuras de las cosas, y
experimenta con las fuerzas que intervienen en organizarlas; formula hipótesis
acerca de la funcionalidad de las cosas que son causas o son efectos; verifica
experimentalmente las hipótesis tantas veces como la necesidad de la certeza lo
exija; prosigue por describir los mecanismos, y mide los procesos por los
cuales las cosas cambian y se transforman e influyen sobre otras cosas; luego
continúa por relacionar suceso tras suceso, llegando a descubrir su ley de
conexión; termina por construir modelos y teorías para explicar ciertas
relaciones invariantes que no se pueden observar directamente en la naturaleza.
Así, pues, tanto hipótesis como leyes, tanto modelos como teorías, juegan su
parte en la principal función de la ciencia, cual es explicar cómo funciona la
naturaleza.
La
denominación “experimental” o “empírica” que recibe la ciencia significa que
proviene del hecho de que las verdades que enuncia pueden ser sometidas a la
verificación experimental. Sin embargo, la ciencia no parte necesariamente a posteriori, por inducción, de pruebas
empíricas; también sus hipótesis, modelos y teorías nacen de intuiciones a priori, como a menudo ha sido el caso.
Ejemplos de leyes descubiertas y teorías enunciadas hay muchos en los que el
científico tuvo la intuición, deduciendo osadas conclusiones de algunos hechos
cotidianos, o representando con gran imaginación la realidad posible, y sólo
después se realizaron los experimentos que vinieron a confirmar lo primeramente
afirmado.
Lo
que hace que una verdad tenga validez científica es que pueda ser sometida a la
experimentación para verificarla, independientemente de si su origen estuvo
antes o después de la experiencia. Una explicación científica no sólo debe ser
relevante, también debe poder ser verificable empíricamente. Sin embargo, el
marco teórico que unifica los distintos fenómenos no surge de la acumulación de
hipótesis verificadas. Nada hay en el conocimiento analítico de hipótesis que
posibiliten la elaboración de la teoría. Una teoría científica es una síntesis
abstracta que la mente humana efectúa tras considerar una cantidad de fenómenos
científicos para llegar a una unidad, que es válida mientras no sea contradicha
por otra evidencia científica, que es indemostrable, que es resumida en unos
pocos postulados científicos, y que puede ser codificada y descrita
matemáticamente. Sus predicciones deben concordar con las observaciones y
experimentaciones.
Una
hipótesis es una interrogante que surge en el proceso del conocimiento de
alguna relación causal, y demanda respuestas que son provistas por el método
científico de la experimentación y la observación, entregando mediciones lo más
precisas posibles. Un modelo es una descripción a escala antropométrica de
fenómenos imposibles de ser observados directamente, como el átomo, el ADN, el
interior de la Tierra, pero del que se pueden observar, medir, explicar,
analizar y predecir los procesos implicados. Una teoría es una explicación
conceptual y lógica de sistemas basada en la conexión causal de sus componentes
relevantes.
A
pesar de que se ha empeñado en enfrentarse directamente con toda la
infinitamente compleja dimensión de la realidad, la ciencia se ha constituido
en un instrumento extraordinariamente eficaz para conocerla en forma objetiva.
A través del método empírico la ciencia continúa, cada vez con mayor interés y
recursos, cubriendo mayores espacios de la realidad, penetrando en lo más
recóndito de las cosas e investigando sus múltiples e intrincadas relaciones
de causalidad. Cada nuevo descubrimiento científico es una conquista de lo
misterioso. Si la filosofía logró expresar el principio de no-contradicción,
por el cual se afirma que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, con
cada descubrimiento la ciencia establece leyes que van carcomiendo el
indeterminismo aparente de la realidad, del que en tiempos pasados resultaba la
imagen de caos con la que muchos filósofos la habían identificado. Como van
apareciendo a la ciencia, las cosas del universo, no sólo no pueden ser y no
ser al mismo tiempo, tampoco pueden ser de alguna u otra manera, pues dependen
de relaciones de causa y efecto muy determinadas. Ellas son además posibles de
conocer, de modo que la realidad ha ido emergiendo como un todo muy organizado
y comprensivo, muy lejana de la concepción idealista que la desechaba como
caótica.
La
ciencia penetra hasta lo más recóndito en cada escala de fenómenos que estudia,
descubriendo la individualidad de las cosas de entre la multiplicidad. Así,
llega a determinar que todo es discreto y que nada es continuo en la escala que
analiza. Lo que analiza son relaciones puramente causales entre entidades discretas.
El dinamismo que percibimos corresponde a la multiplicidad de cambios
mecánicos que son apreciados desde una escala superior, donde aparecen como
procesos continuos. Puesto que en la realidad todo es discreto si se llega al
fondo de la escala de interés, todo es cuantificable, y si es cuantificable,
todo está sujeto a las operaciones matemáticas. Es por ello que el lenguaje que
emplea la ciencia sea justamente las matemáticas. Lo que los conceptos
científicos tienen de específicamente científicos es que se relacionan y se
definen entre sí de modo matemático. Conocida es por ejemplo la expresión E =
m·c².
La
ciencia incursiona en la realidad desde el mundo microscópico hasta el mundo
macroscópico, y en procesos en los cuales no tenemos un acceso directo sin
utilizar instrumentos especialmente confeccionados. Incluso aquello que es
observable sale tan lejos de nuestra experiencia cotidiana que resulta difícil
imaginar y menos describir. Otros fenómenos, en cambio, no pueden ser
observados ni medidos directamente, pero la ciencia los supone teóricamente.
Por ejemplo, las unidades subatómicas podemos describir como partículas cuando
se comportan como tales, y también como ondas cuando tal es el caso, siendo
ambas características contradictorias en nuestra dimensión antropométrica, por
lo que nos es inimaginable el aspecto undicorpuscular que aquéllas puedan
tener en realidad. Aún así, la ciencia hace un modelo para la estructura y la
función, y lo somete a ecuaciones matemáticas, logrando con este modelo
interpretar la realidad de un modo adecuadamente objetivo y obtener información
certera y precisa.
Cada
nueva hipótesis, modelo y teoría que se incorpora al cuerpo del conocimiento
científico, pasando a integrarse a éste, supone su aceptación por parte de la
comunidad científica, donde el cuerpo del conocimiento científico es el
conjunto de hipótesis y teorías aceptadas hasta el momento presente. Por otra
parte, esta sensible y atenta comunidad persigue eliminar cualquier error y
contradicción que pueda emerger con los nuevos y continuos aportes de
conocimiento, pues, siendo su aspiración la construcción de un cuerpo de
conocimiento comprehensivo y unitario, y que al mismo tiempo no contenga error,
está dispuesta a abandonar o modificar cualquier hipótesis o teoría previamente
aceptada si se comprueba contradicción con un nuevo aporte que se demuestre
cierto.
Sin
embargo, no todo nuevo aporte significa recíprocamente algún abandono de algo
que había sido aceptado previamente, sino que corresponde al necesario esfuerzo
por ser lo más preciso y objetivo posible frente a una realidad en apariencia
infinitamente compleja. Frecuentemente, los nuevos descubrimientos científicos
significan perfeccionamiento de anteriores teorías. Consideremos, por ejemplo,
las teorías acerca de las órbitas descritas por los planetas. Copérnico,
influenciado probablemente por Aristóteles, supuso que éstas son círculos. Más
tarde, Juan Kepler (1571-1630), sin rechazar la conclusión de Copérnico, pero
precisándolo, dedujo que son elipses. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727)
determinó, con aún mayor precisión, que las órbitas planetarias son curvas más
complejas que derivan de la combinación variable de las fuerzas gravitacionales
de los distintos cuerpos celestes que actúan. Mucho después, Albert Einstein
(1879-1955) infirió que las trayectorias descritas por los planetas son líneas
geodésicas trazadas en el continuo espacio-temporal que se curva a causa de la
presencia de masa. La verdad científica no se encuentra en el consenso
subjetivo e interesado de algún grupo mayoritario de destacados científicos,
sino que en los aportes cada vez más precisos de científicos que describen la
realidad, la cual se va haciendo cada vez más compleja en la medida que va
siendo develada.
Las insuficiencias de la ciencia
A
pesar de su devastadora crítica sobre la filosofía la ciencia no ha logrado
sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a dar respuesta a las
preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a día ella devela más
trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a primera vista tan caótica,
en la escala de su quehacer la realidad como totalidad y unidad siempre le permanecerá
inasible. Además, su accionar ha corroído en tal grado a la filosofía que
nuestra época se encuentra sin un rumbo definido. Comprender la realidad a
través del conocimiento racional había sido precisamente el objetivo perenne y
principal de la filosofía, y este vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo en
vano.
El
mito de nuestra época es la creencia que la ciencia terminará por darnos las
respuestas a las preguntas más fundamentales, como decirnos cuál es el sentido
de una vida que termina en la muerte, cuál es la relación entre el ser humano y
la naturaleza, qué conocemos, qué hace que la persona sea la finalidad del
Estado, qué es el ser y la existencia, la esencia y la realidad. Para ello
nuestra época ha puesto todo el empeño en el descubrimiento científico en la
suposición que cuando el universo termine por ser develado, se habrá encontrado
la luz. Sin embargo, la ciencia es incluso incapaz de entender conceptos que le
son afines, como qué es la energía, la materia, el tiempo y el espacio. Es
justamente la óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía las que nos
pueden proporcionar tales respuestas.
El
referente filosófico del mito científico es que recopilando y analizando datos
y más datos ad infinitum a través de
la observación y la experimentación, se podría progresivamente llegar a tener
aquel conocimiento universal que buscaba Aristóteles y que Platón daba el carácter
de absoluto. Sin embargo, aunque se llenen trillones de trillones de megabytes
de información científica en la memoria de supercomputadores y se los haga
funcionar interminablemente en análisis de datos, en esta escala, seguiremos sin
poder responder a las preguntas fundamentales. La sabiduría se puede alcanzar
solo a través de nuestra capacidad de abstracción en el silencio de la
reflexión. No es la cantidad de datos, sino su relevancia y significación y lo
que nuestra mente consigue entrever lo que resulta importante. El mundo
conceptual más universal es necesariamente más abstracto. Es de relaciones
ontológicas cada vez más trascendentales. La inteligencia artificial podrá ser
extraordinariamente veloz y procesar una infinidad de datos, pero difícilmente
podrá suplantar la inteligencia humana en relacionar ontológicamente
representaciones para llegar a conceptos más abstractos y universales que den
significados penetrantes a la realidad.
Tras
la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura, el saber objetivo se
enfrenta con un problema. Éste se refiere a la más completa ausencia de un
sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de
hallar su racionalidad última. La razón de que este sistema no exista en la
actualidad se debe a que el sistema conceptual tradicional basado en el
dualismo (léase idealismo, racionalismo, existencialismo, fenomenología, etc.),
que ya alcanzaba alturas grandes de conocimiento, terminó por caer desde
aquellos mundos ideales y nominales, destruido estrepitosamente por la lógica
de la ciencia y la certeza del conocimiento empírico.
Nuestra
época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado conciencia de dos hechos
correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a causa de la revolución
científica, y el reconocimiento de que el puro saber científico no puede
reemplazar el entendimiento filosófico. Los escritores que describen este
fenómeno, llamado posmodernista, destacan que la realidad para nuestros
contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que se
encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación unificada
posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y
emociones carentes de un sentido trascendental. La razón que estos escritores
aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad
es que el discurso relativista actual no se está refiriendo a objetos reales,
sino que a objetos construidos por los medios de comunicación. Sin desmerecer
esta explicación de orden comunicacional, pienso que en el fondo se encuentra
la histórica destrucción de la tradición filosófica que ha buscado desde su
origen la unidad cognoscitiva de una realidad que naturalmente nos aparece
desintegrada.
Las
teorías científicas construidas no alcanzan a dar racionalidad al conjunto del
universo, que no es por lo demás el propósito de la ciencia, sino solamente a
aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el mito que en un futuro la
ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora del universo, intento
que produjo muchas noches de desvelo al mismo Einstein. Además, por mucho que
se concilien todas las teorías científicas en una gran teoría general que las
englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio universal y necesario,
propio de la filosofía, que pueda producir un orden racional para todas las
cosas.
Complementación
Aunque
se podría desprender que la ciencia ha obtenido una merecida victoria sobre la
filosofía gracias a su método empírico, el que ha resultado ser más certero que
el filosófico en la búsqueda de la verdad objetiva. Ciertamente, el grado de
certeza de una proposición científica llega a ser total a causa de la
demostración experimental que permite la emisión de juicios a posteriori válidos. Sin embargo, este
mayor grado de certeza en el ámbito de las relaciones de causa-efecto no
justifica que la ciencia deba desplazar a la filosofía de su propio campo de
acción, ni menos todavía, reemplazarla. No es posible aceptar el enunciado extremo
de Bertrand Russell (1872-1970): “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser
humano no puede saber”. Por el contrario, tanto la ciencia como la filosofía
son necesarias para comprender la realidad; cada cual con su propia óptica, su
propio método, su propio alcance, sus propias conclusiones.
La
ciencia y la filosofía no son muy diferentes entre sí en cuanto al propósito de
conocer objetivamente la realidad. Ambas tienen el mismo objeto material o
campo de estudio, que es todo el universo, y tienden su mirada inquisitiva a
todo lo que las rodea. Ambas persiguen conocer las cosas como son a través de
ellas mismas o de sus causas. Ambas buscan la verdad y tienen una postura
permanente de crítica para impedir que se deslice el más mínimo error. Ambas aborrecen
de los prejuicios y los mitos. Ambas tienen como única perspectiva la realidad.
Ambas no temen a lo dramática que pueda llegar a ser la verdad que surge. Ambas
tienen un lugar propio en nuestra actividad de conocer objetivamente la
realidad. No obstante, podemos observar que desde la aparición de la ciencia
ambas se han situado en posiciones tan distintas respecto a la concepción del
universo y la metodología empleada para conocer, que el entendimiento mutuo ha
llegado a ser aparentemente imposible. Y desde hace algún tiempo atrás, la
filosofía ha entrado en decadencia, prácticamente aplastada por el peso de tan
poderoso adversario, que ha generado un enorme desequilibrio de la relación
entre ambas fuentes del saber objetivo.
Mientras
la ciencia se construye paso a paso por la labor progresiva de un científico
tras otro, involucrando a cientos de miles de ellos, la filosofía es muchas
veces la labor solitaria e independiente de alguien que se pregunta por los
problemas fundamentales e imperecederos acerca de la naturaleza, del hombre y
de Dios, y sobre la existencia y el sentido de las cosas. Mientras el conocimiento
científico es el resultado de la labor de muchos, el conocimiento filosófico es
la recurrente lectura de aquellos que han formulado las preguntas fundamentales
y han intentado responderlas. Mientras la ciencia penetra en lo complejo, la
filosofía busca lo fundamental. Mientras el conocimiento científico es tanto
acumulativo como perfeccionado, el conocimiento filosófico es la reflexión
efectuada en forma renovada, generación tras generación, a partir de lo que en
ese momento se conoce de la realidad para replantearlo todo. Mientras el objeto
material tanto de la ciencia como de la filosofía es la totalidad del universo,
el objeto formal de la filosofía es todo el universo como un todo que puede
explicar sus partes, mientras que el de la ciencia son las partes que pretenden
explicar el todo. Mientras la filosofía tiende a estudiar lo permanente, la
ciencia estudia lo que cambia. Mientras la filosofía busca entender el sentido
y la razón de ser de las cosas, la ciencia trata de descubrir las relaciones de
causa y efecto que explican los mecanismos del cambio y la transformación de
las cosas. Mientras la ciencia busca la certeza, la filosofía persigue la
verdad.
Específicamente,
como lo expresara Alfred North Whitehead (1861-1847), coautor con el mismo
Russell, mientras la filosofía busca justificar la verdad y explicar lo primero
y más fundamental de las cosas, la ciencia permanece enteramente ajena a dichos
propósitos. De ahí que, en general, el filosofar es algo que en los distintos
momentos de la historia todo ser humano puede y llega a efectuar en mayor o
menor grado, normalmente en forma parcial, inconsistente y contradictoria,
según su propia visión de la realidad. Corrientemente, el filosofar es una
actividad que se encuentra relacionada con el esfuerzo personal de algún
pensador en particular que no está necesariamente vinculado al mundo académico
y que llega a publicar su propia reflexión. Si en nuestra época la labor
filosófica ha declinado, se debe al moderno mito que supone que la ciencia
tiene la capacidad para dar respuesta a lo primero y más fundamental de las
cosas. En menor grado, se debe al vertiginoso desarrollo que ésta está
experimentando.
La
ciencia centra su atención en conceptos trascendentales como materia, energía,
movimiento, velocidad, cambio, causa, efecto, masa, carga, espacio, tiempo,
etc., para alcanzar nuevas y más amplias
comprensiones de la realidad. Sin embargo, los principales conceptos
científicos son en efecto filosóficos y muchos científicos se han conducido más
bien como filósofos en la necesidad de comprender críticamente el significado
profundo de la realidad que emerge de la observación y la experimentación. Si
los mitos y leyendas de la tradición y las explicaciones acientíficas de los
fenómenos de la naturaleza terminan por ser arrollados y destruidos por la
ciencia, las preguntas sobre las últimas cuestiones surgen una y otra vez, buscando
siempre una renovada y fresca respuesta que la ciencia es incapaz de proveer.
Interdependencia
Mientras
el conocimiento filosófico es el resultado del pensamiento humano en un
esfuerzo crítico de abstracción, el conocimiento científico resulta de la
aplicación de la lógica matemática a la relación causal de los parámetros de la
naturaleza que se conocen a través del método empírico de verificación de
hipótesis por medio de la experimentación. Es en el sentido que la teoría es
una síntesis conceptual que obliga a la ciencia depender del esfuerzo
filosófico. En último término, la filosofía da sustento a la ciencia. A pesar
de que la ciencia moderna se considera tan autónoma y autosuficiente que
reniega de la filosofía, todos sus postulados son filosóficos. Esta
complacencia la hace cometer serios errores. Por ejemplo, la cosmología moderna
se erige sobre conceptos sobre qué son la materia, la energía, el espacio y el
tiempo que merecen una profunda revisión crítica. Una filosofía fundamentada en
la ciencia, más que las tentativas interdisciplinarias, debiera constituirse
en el punto de encuentro de la multiplicidad de ramas científicas. Hacia esta
filosofía debieran concurrir las diversas ramas para reencontrar su quehacer
final y su significación, establecer su identidad y subordinar su parcela de
conocimiento a la tarea de la comprensión del todo y de las últimas
cuestiones, es decir, de los “por qué de los porqués”. La ciencia debiera
encontrar en la filosofía su propia unidad, pues ésta engloba en una escala
superior el amplio y variado conocimiento que la ciencia no consigue sintetizar.
También
la interdependencia fundamental entre la ciencia y la filosofía no reside en el
campo de estudio, u objeto material, puesto que es el mismo para ambas, esto
es, el universo entero. Se relacionan entre sí por el respectivo punto de
vista, u objeto formal, adoptado sobre ese infinitamente vasto campo de
estudio. Cuando la ciencia responde al “cómo son”, se interesa por la
morfología, la composición su funcionamiento y su génesis de las cosas. Sus dos
primeros objetivos (morfología y composición) consisten en la descripción de
las estructuras y sus partes constitutivas, satisfaciendo el humano anhelo por
clasificar, relacionar, catalogar y ordenar la pluralidad de cosas. Sus dos
últimos (funcionamiento y génesis) analizan las funciones de las estructuras,
su origen y su desarrollo, según los mecanismos de su interacción de acuerdo a
relaciones causales, para llegar a conocer su comportamiento y los procesos y
mecanismos detrás de los cambios operados y efectos generados. Puesto que las
cosas pueden agruparse de acuerdo a los parámetros
morfología-composición-funcionamiento-génesis, surgen de la ciencia ramas
específicas para ocuparse de esos conjuntos de fenómenos y relaciones. Alguien
afirmó que la ciencia es un cuerpo diversificado de conocimientos
especializados. A medida que las cosas se analizan con mayor profundidad,
detenimiento y precisión, sus ramas se multiplican sin que se alcance a
percibir aún límites prácticos, pues la información científica sigue fluyendo a
raudales. Como ya alguien calculó, en la actualidad se publica anualmente más
material científico y técnico como el que se publicó desde los albores de la
civilización hasta la Segunda Guerra Mundial. Estamos siendo sumergidos por
torrentes de información, lo que no significa que estemos ganando en mayor
sabiduría. Ocurre que la información puede analizarse y re-analizarse, pero no
se convierte en sabiduría en esa escala. La razón es que la ciencia, en su
cometido de responder a los infinitos “comos” de las cosas, se aproxima a la
realidad de modo fragmentario y virtualmente dentro de muy pocas escalas, que
son la de las relaciones causales, incluidas las hipótesis, los modelos y las teorías.
La finalidad es inferir leyes naturales que son universales, pues podemos
comprobar que las cosas se relacionan y cambian de modos muy determinados y
uniformes, que son válidos para todo el universo. Formalmente, estas
conclusiones universales entran en el terreno de la filosofía.
Adicionalmente,
el conocimiento científico posee una completa continuidad en su desarrollo;
cada nuevo aporte que algún científico entrega a la comunidad depende del
conocimiento obtenido anteriormente. Además, cada nuevo conocimiento alcanzado
condiciona la totalidad del conocimiento científico del momento, pues las
distintas ramas son interdependientes; cada nuevo aporte afecta el conjunto. En
consecuencia, el conocimiento científico posee unidad en su desarrollo y en su
variedad. La unidad del conocimiento científico proviene de la unidad del
universo, el que es también materia del conocimiento filosófico. El universo
que es conocido por la ciencia en cuanto a sus relaciones causales, a sus
fuerzas, estructuras y funciones, es conocido por la filosofía en sus
relaciones ontológicas, determinando su significación y su sentido. Mediante
la relación causal, repetible, simétrica entre una causa y su efecto, la
ciencia encuentra el orden en el caos aparente del mundo sensible. La
filosofía, si no quiere quedarse en un mundo ideal de sólo relaciones
ontológicas y sernos, por tanto, irrelevante, debe depender del orden que
encuentra la ciencia.
Suplementariamente,
como hemos visto, tanto la filosofía como la ciencia tratan de la realidad y
sus cosas. Frente a ésta la filosofía se hace la pregunta: “¿qué es?”,
intentando averiguar su significado. La ciencia se pregunta: “¿cómo es?”, intentando
entender su funcionamiento. En este ejercicio cada una posee un criterio
particular. La filosofía busca la verdad. En cambio, la ciencia necesita que
exista certeza. En cuanto a la filosofía, ocurre que la distancia entre la
realidad del objeto y la universalidad de la idea es tan grande en virtud de la
abstracción que el pensamiento puede perder su sustento en la realidad. Ella
necesita que siempre exista verdad entre la cosa concreta y su representación aunque
sea muy abstracta. La verdad, que es la correspondencia entre la realidad
concreta y la idea abstracta, se obtiene tras la crítica. La crítica es
recorrer el camino inverso a la abstracción. Este camino implica definir la
idea en términos de la realidad concreta. Primero, allí surge la relación
ontológica. La idea de algo siempre está referida a otra idea o cosa; si es
idea, se puede relacionar a través de múltiples escalas hasta llegar a la cosa
concreta. Segundo, en la realidad concreta todas las cosas se relacionan
naturalmente a través de la estructura y la fuerza y nuestra mente, surgida adaptativamente
para entender esta realidad, se encarga de comprenderlas ontológicamente. A su
vez, la certeza en la ciencia se obtiene, no inductivamente, sino entendiendo
el mecanismo causal. No basta inducir que cada vez que se gatilla un revólver
se dispara un tiro, pues a la octava vez, puede que no dispare. Necesita
entender también que el sistema del revólver posee una nuez que tiene capacidad
para siete balas. Por parte de la filosofía, como su objeto formal es preguntarse
por el qué son las cosas, la respuesta no tiende a la disgregación de
especializaciones tan característico de la ciencia como resultado del
análisis. La filosofía debe intentar descubrir la unidad sintética a partir de
la diversidad, para llegar al sentido, la significación y la esencia última de
las cosas y dar también racionalidad tanto a la multiplicidad y la mutabilidad
inherente de la realidad como al progresivamente gigantesco tejido de teorías
científicas que persiguen dicha racionalidad. Su legitimidad es evidente si
asciende para observar, desde una escala de mayor amplitud, nuestro universo
múltiple y mutable regido por las leyes universales que la ciencia ha venido
descubriendo.
En
fin, aunque el cada vez más complejo entramado de teorías científicas responde
con mayor precisión y certeza al “cómo son” las cosas, es decir, cómo están
compuestas y formadas, cómo se comportan y funcionan, y al “por qué del cómo”,
esto es, por qué las cosas subsisten e interactúan, apuntando hacia las
relaciones causales, no nos puede explicar el “por qué de los porqués”, qué
finalidades, sentidos, significaciones y valores tienen, y, en último término,
por qué existen. Y si respondiera a estas preguntas, evidentemente ya no sería
una conclusión científica. Para conocer esas “cuestiones últimas”, que
confieren racionalidad a la realidad, a las cosas del universo, al mismo
universo y especialmente al ser humano, ser que busca en forma perenne el
sentido de su vida, no sirve la pura experimentación. Se hace necesario, en
primer lugar, un esfuerzo analítico para entender la multiplicidad y la
mutabilidad de las cosas, para pasar, en segundo término, a una comprensión
sintética e integradora, en una escala superior de abstracción, a partir de la
diversidad de la misma realidad que, tradicionalmente, la experiencia y,
últimamente, la ciencia van relacionando causalmente en el curso de su
quehacer. La comprensión sintética se efectúa a través de las relaciones
ontológicas, comenzando desde lo más individual hasta lo más universal.
Por
último, en esta nueva reformulación de su quehacer la filosofía podría generar
una nueva metafísica estructurada a partir del entramado de teorías y desde una
perspectiva ubicada en una escala más amplia, hasta llegar a formulaciones
acerca de la totalidad del universo que respondan al “por qué de los porqués”.
La relación metafísica es la máxima expresión de las relaciones ontológicas
que son generadas precisamente por el pensamiento filosófico y de las
relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando
las relaciones causal y lógica, trata de generalizaciones de casos particulares
experimentables y/u observables, la metafísica trata de la universalización de
las conclusiones generales de la ciencia que ella toma naturalmente como casos
individuales o más o menos universales. Estas diferentes funciones es lo que
distingue en el fondo a una nueva filosofía o más propiamente una nueva
metafísica.